UCV
Pienso en los cuadros que rodean mi estancia, ya tienen sus días por allí, los he mirado tantas veces. Cada uno tiene su historia. Aquel añejo grabado negriblanco, me tráe recuerdos de Mirla, de paseos vespertinos, de veladas preñadas de cervezas y de aspirantes a poetas. También de un asunto culinario: el improbable asopado de pulpo con arroz, ají dulce, cebollas y aceitunas que engullimos sin recato entre toda una poblada, pasada ya la media noche, cuando un bucle de rosas señalaba desde un rincón la ocasión de mi cumpleaños 40. Héctor Lavoe, y otros destacados soneros degañitaban sus voces desde el acetato para contento de nuestras piernas convulsas, y de los que intentábamos ser sus marioneteros. Torrentes de licores, buenos y malos, habían consumado su urinal destino. Vino Tokay –casi nada, chamo- trajo Mirla con orgullo por la tarde. Víctor Peña, cabrioleaba y pretendía vendernos sus maromas como el “estilo malandro de bailar” que él mismo y sus panas, cual street-dancers niuyorkinos, habrían meticulosamente inventado en las veredas del barrio Artígas. Antes que su escasa virtud para la danza, de Mirla registro su enjutez, su sonrisa voluntariosa a flor de labios, su especial amorosidad con el duendecillo que aún hoy apodamos Chino Mata, su tenaz tartamudeo, su ostensible disfrute en los coros, su cultivado gusto por la plástica, su admirable estoicismo ante las excentricidades de sus compinches -pesadeces incluídas- que la indulgencia de aquellos días albergába bajo el manto de lo que sin riesgo podríamos llamar “amistad de la buena”. Cariño, pues, deslumbramiento, alegría de vivir. Aprendimos a escucharnos por sobre el murmullo tintineante y gritón del bar América, nochecitas de viernes las mas de las veces. Los temas iban y venían como relámpagos: Lo leído por Dante sobre la puerta del infierno; un mito de Chuljú; una crónica marciana; “yo me celebro y me canto, y todo cuanto es mío también es tuyo...” declamado con fervor; “Oh fortuna, qualche luna...” cantada sotovoce desde una silla vecina; y así. Queríamos ser poetas, y además jugábamos a ser politeístas. Yo me asombraba con los vericuetos de aquella arcilla imaginativa, y en las pausas me preguntaba como habría de hacer para extraviarme menos, de donde sacaría el tiempo para construir mi brújula y mi sextante.
Aquella tarde sabatina Mirla se prendó del grabado negriblanco, bucólico, musical, que hoy cuelga allí con su chica velluda, su aire picassiano y su guitarrón; el mismo cuadro que, lustros mas tarde, el Chino y yo, con plena lucidez, convinimos en proclamar que era una danta que cantaba. Con fondos inesperados y recién avenidos a mi sueldo adquirí el cuadro, ya enmarcado, en una venta de solidaridad con artistas del exilio chileno. Nunca supe mas de aquel hermano de ceñudo rostro araucano (Puente Guajaro) , pero las huellas de su gubia de avezado grabador siguen horadando suavemente mis días. De alguna manera he sido y sigo siendo esa danta.
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